Porque quiero ser revolucionaria de mi propia vida...

domingo, 31 de agosto de 2014

31 Agosto.


La luna me guiñó el ojo, o los dos. Lo sé porque sólo pude ser testigo de su sonrisa bonita, sólo podían verse sus finos labios menguantes brillando en el cielo, a lo que puedo añadir que esa fue su forma de decirme adiós desde aquel balcón, antes de cambiar aquel aire que rezumaba la montaña por edificios custiodiados por farolas.

No podía ser de otra manera, me iba con lágrimas en el estómago y miles de sentimientos brotando sin control por las venas de cada recuerdo guardado por dentro. Todo se limita a ser maravilloso cuanto más sencillo, y de ello te vas dando cuenta con el paso de los años. Se te llenan las distancias de una tela de araña y corazón de espuma y flotas del ambiente que has creado a tu alrededor con aquellas personas que son familia y esas otras a las que llamas y quieres como tal.

Es así como logras que el ruido del mundo se apague por un instante y no se ve asomar la tristeza hasta el día siguiente, como esa resaca de haberle bailado una noche entera al mundo sin preocupación, aquella que olvidaste los prismáticos del horror y sólo viste lo bonito que le brota a la gente de cerca cuando guarda la media sonrisa funesta.

Pasé muchas noches soñando, entre treinta y quinientas, y me dolió el corazón recordando cómo habíamos tatuado el aire de innumerables promesas. Resulta que en todo este tiempo, nos habíamos vuelto locos de tocarnos con el viento.

Y ahora sólo me queda peinarme las nostalgias que caen al suelo reflejándose en los charcos de los últimos días de verano. Me he dado cuenta que todo es más fácil bajo el sol, cuando parece que el invierno nunca nos ganará en este maratón de versos que suenan a bocas que se echan de menos y bailan deslizándose de la misma manera que los días y su paso efímero por el calendario.